Si desde la ignorancia hacemos un barrido rápido de los medios hegemónicos colombianos, es fácil y casi inequívoco concluir que Colombia está atravesando una Petrocalipsis. Todo va mal; nada puede salir bien. La izquierda progresista “rosa”, romántica, la política del Amor y la Paz Total promovida por Gustavo Petro, ha fallado espectacularmente en su promesa de cambiar un conflicto de dos siglos en Colombia en apenas sus primeros dos años. De alguna manera, todo es culpa del presidente, lo cual mantiene despiertos por la noche a los economistas más refinados, induciendo una terrible dolencia llamada “incertidumbre inversionista“. Cualquier cosa es peor cuando es “de Petro”: el metro de Petro, las reformas de Petro, la reelección de Petro, incluso los Ferragamo de Petro. Sus aliados corruptos y egoístas son considerados peores que los incontables funcionarios corruptos de las últimas décadas de gobiernos de derecha y extrema derecha. Además, es un pésimo padre, y su hijo ilegítimo está maldito porque Gustavo Petro era un terrorista sádico cuando nació y, por lo tanto, no pudo criarlo. Claramente, este hombre es lo peor, y por eso merece que una turba de trogloditas acose a su hija menor en un estadio de fútbol.
Sin embargo, es inexplicable cómo esta figura despreciable aparece en banderas gigantes en estadios de fútbol del norte de África por su postura sobre Palestina; se reúne con líderes mundiales como Xi, Lula o Biden para hablar de descarbonización; y es recibido y aplaudido por las monarquías y los círculos financieros internacionales por su discurso sobre el cambio climático. Debe ser que todos ellos forman parte de la conspiración petrista globalista. Seguramente, además de su profunda maldad, tiene el don de las personalidades múltiples. Para empezar, Petro ya no es el guerrillero comunista castrochavista que los medios y la oposición predicaban hace dos años. Ahora, para las empresas mediáticas y en las opiniones de los dueños de los micrófonos, es una mezcla muy peligrosa: una clara combinación de populista, tonto, corrupto, guerrillero, socialista, woke, globalista, cocainómano, idiota, incompetente, vago, desconectado, alcohólico y ginandromorfofílico. Todo en uno.
Esto no es cinismo o sarcasmo deliberado. Esto es lo que se dice desde la oposición política y los medios hegemónicos, quienes replican y normalizan ese discurso cáustico y visceral contra Gustavo Petro y los 11 millones de colombianos que votaron por el Pacto Histórico. Esta es la sensación, la macronarrativa sugerida y repetida constantemente en emisoras, canales de TV y prensa escrita física y virtual. Incluso en emisoras populares de música y entretenimiento, se discuten asuntos políticos actuales de manera trágica, alimentando una especie de pánico colectivo para producir miedo, pesimismo e inquietud. Desesperanza fabricada con exageraciones, malinterpretaciones y cualquier truco en el libro de la mala fe. Se invierten millones de dólares en sabotear al “gobierno del cambio”.
Porque es casi imposible encontrar pruebas sólidas de cambio, especialmente después de dos años completos en este primer gobierno progresista. Más allá del inicio de la tan necesaria reforma agraria y la embrionaria reactivación agrícola; el control satisfactorio de la inflación y la tasa de cambio; la significativa recuperación del turismo; la tasa de desempleo con una ligera tendencia a la baja durante varios meses; el esfuerzo incondicional por la paz con resultados agridulces; la nueva y mejorada diplomacia, más dinámica y coherente; la profesionalización de la fuerza pública y un puñado de otras trivialidades, no hay mucho más que mostrar. Los inversionistas tampoco huyeron en pánico.
Creo que está claro que una de las premisas de este texto es la conclusión más aburrida y evidente de todas: en Colombia, las cosas no están tan mal como dicen los medios hegemónicos. Tampoco es genial, porque Colombia nunca ha sido “aceptable” en términos de paz y justicia social. La sorpresa es que no está peor que antes y está lejos de ser el holocausto castrochavista-comunista-izquierdista-gay que la oposición y los medios hegemónicos anunciaron en 2022, el año de la elección de Petro. El pesimismo mediático es artificial y bastante tóxico.
Aclaración: Esto no es una defensa ciega del gobierno de Gustavo Petro. También podríamos discutir sus fallas y defectos en detalle, uno por uno. Su excelente oratoria pero retórica excesiva, su ingenua buena fe e idealizaciones de las masas, por las cuales su discurso es mucho más grande que su capacidad y decisión para ejecutar. Su amplio desconocimiento de las dinámicas del sector privado. O también, su terquedad personal como líder y sus carencias para rodearse de las personas adecuadas. Los muchos errores que ha cometido pero también ha admitido. Personalmente, encuentro inexcusable que los indígenas Embera sigan mendigando en Bogotá, viviendo en refugios improvisados en un parque público.
¿Está mejor Colombia? No sé. ¿Hay cambio? En el discurso, la decencia y la voluntad, SÍ HAY CAMBIO, notorio. En hechos y la capacidad de realizar, en algunos aspectos Petro ha demostrado ser un presidente competente. ¿Puede cambiar a Colombia, cumpliendo con la reindustrialización y la paz total? Si dependiera de Petro, tal vez, pero la mayor parte depende de la oposición.
El Acto de Oponerse
La historia de la oposición en Colombia es bastante trágica, pero también muy simple. Simple porque en un país siempre gobernado por la misma derecha conservadora, la oposición siempre fue la izquierda obrera y/o progresista en varias formas. Trágica debido a los múltiples problemas internos y externos de ese caos conocido como “la izquierda”. La izquierda colombiana entre 1900 y 1950 fue liberal, campesina y violenta; en los 60 se volvió comunista y armada; en los 80 apareció la cocaína, luego el genocidio político de la Unión Patriótica (UP); se convirtió en una amalgama obrera, indígena, sindical y estudiantil, todo esto en medio de un conflicto social y armado que se cocinaba dentro de una poderosa economía del narcotráfico. Su discurso era principalmente cambio, reducción de la desigualdad, reforma agraria y justicia social.
Hoy, cuando la izquierda gobierna por primera vez, la oposición la conforman aquellos que antes tenían el poder, la derecha y la extrema derecha. La oposición política de hoy está compuesta por dos oligarquías fundamentalmente conservadoras: primero, la clase política tradicional, compuesta por la nobleza criolla, las familias que heredaron el feudalismo como los Santos, los Pastrana, los Holguín, los Pombo, los Lloreda, los Valencia y quizás otras dos docenas de apellidos, repartidos entre Bogotá y otras ciudades. Esta élite mezcla no solo poder político sino también una simbiosis de intereses y consanguinidad generacional con los principales poderes militares, financieros, mediáticos e industriales de Colombia. Una clase nacida para ser presidente o ministro si así lo deseaban. Pero esta élite fue opacada y subyugada por la segunda oligarquía.
La segunda oligarquía es más reciente, más poderosa y, de lejos, la más peligrosa. La nueva oligarquía surgió en los 80 y 90, como resultado de la omnipresencia y omnipotencia del narcotráfico en Colombia, nacida en las montañas y llanuras de Colombia lejos de las ciudades, bendiciendo a individuos, familias o grupos oportunistas que inteligentemente combinaron economías legales e ilegales en partes remotas del país. Terratenientes y ganaderos que encontraron en el derecho a defenderse contra las guerrillas armadas el ambiente perfecto para desarrollar grandes grupos de crimen organizado a través de grupos paramilitares financiados por el narcotráfico y grandes capitales como Chiquita Brands. Este grupo alcanzó poder absoluto en algunas regiones, actuando como dinastías que gestionaban múltiples economías legales e ilegales, con la capacidad de formar partidos políticos que también gobernaron el país durante un par de décadas y, por lo tanto, aún hoy tienen tentáculos en todas las instituciones del país.
Esa es la nueva oposición, conservadora a ultranza. La suma de lo poco que queda de la oligarquía tradicional, más el enorme poder de los grupos narco-paramilitares de extrema derecha que dejaron profundas cicatrices en la sociedad colombiana. Por supervivencia, para ocultar la verdad, su única opción es oponerse al cambio. Su acto de oposición es un acto de necesidad y, por lo tanto, no necesita ser racional; al contrario, su único objetivo es impedir el cambio, y así se toman la libertad de usar cualquier mentira, manipulación o exageración para destruir el debate e infundir miedo sin ninguna vergüenza. Todo es culpa de Petro. Y esa oposición tiene todos los medios hegemónicos a su disposición para difundir ese mensaje. En las noticias de la mañana o al final de un partido de fútbol que Colombia ganó 2-0, pueden recordarnos que todo en Colombia va terriblemente mal.
Si la bandera de la izquierda progresista es el cambio, la bandera de la derecha es la conservación del status quo. Destruir les basta, no importan los medios, únicamente el fin. Necesitan destruir hasta la mínima intención de siquiera imaginar el cambio. Y para eso, su mejor arma es el pesimismo, predicar sobre una hecatombe woke-progre-socialista porque saben que su mejor aliado es el miedo.
La administración de Petro no está libre de errores ni pecados, pero no es tan mala como la prensa colombiana quiere mostrar. Y aunque no sea genial aún en sus primeros dos años, no es tan mala como los 60 años de gobiernos de derecha que lo precedieron. Al menos desde el 19 de abril de 1970. Si la oposición se opone simplemente por oponerse, para destruir, ganarán. Especialmente si tienen todas las herramientas comunicativas hegemónicas de un país pequeño y subdesarrollado que ha vivido en el miedo y la miseria desde su fundación. Es fácil hacer ver imposible el cambio en el país con el conflicto interno más largo de la historia moderna en el mundo. Más fácil si el lenguaje diario es mentiras, manipulación o incluso calumnias.
El futuro de Colombia depende de un conjunto complejo de intereses y múltiples actores. Las intenciones de Petro pueden ser buenas, pero si sus adversarios son las personas más poderosas de Colombia y estos insisten en sabotear el cambio a cualquier costo, el panorama es bastante pesimista. Es urgente tener una oposición con argumentos genuinos y motivos decentes si el objetivo es construir en lugar de destruir. Para que Colombia progrese, es fundamental fomentar un debate político basado en argumentos sólidos y un compromiso genuino con el bienestar del país. Esto requiere tanto un gobierno dispuesto a escuchar y corregir sus errores como una oposición constructiva que priorice los intereses nacionales sobre los particulares.
Conclusión
El fenómeno de la manipulación mediática y la propaganda política no es exclusivo de Colombia. A nivel mundial, vemos los mismos patrones de discursos de odio, noticias falsas y retórica de extrema derecha. En Colombia, esto ha tomado una forma particularmente siniestra, con los medios hegemónicos históricamente promoviendo una falsa sensación de seguridad y felicidad durante tiempos de extrema violencia. Hoy, estos medios continúan manipulando la percepción pública, no en interés de la verdad o la oposición constructiva, sino para servir a las agendas de poderosas oligarquías. Esto socava los procesos democráticos y evita el cambio significativo.
Es poco probable que los medios hegemónicos y sus propietarios se vuelvan repentinamente éticos y objetivos. Por lo tanto, el público debe aprender a distinguir los hechos de las narrativas impulsadas por el pánico. Reconocer cuándo alguien está utilizando discursos de odio y verificar toda la información para formar una opinión bien fundamentada e informada. Al mantenerse vigilantes y evaluar críticamente la información presentada, los ciudadanos pueden resistir la manipulación y contribuir a una sociedad más informada y justa.